Lisboa es muy bonita. No hay otra manera de empezar a hablar de ella. Pero es bonita de manera diferente a como lo son Praga, Barcelona, Verona o tantas otras ciudades con las que rara vez te cabreas. Estos tres lugares podrían ser a las ciudades lo que modelos de portada a cualquier revista de moda. Son guapos y guapas, lo saben y lo explotan. La diferencia es que si a Lisboa le pidieran que saliera en portada, estaría despeinada y no sonreiría. Bonita, como no, pero uno no podría evitar eso que nos entra a todos de querer mejorar lo que ya nos gusta como es. Y le pediría que se dejara crecer el pelo y sonriera. Sólo eso. “Así estarías mejor”, diría. Y ella, si le diera por verbalizar y no simplemente meterse en su cuarto, te diría: “No me da la gana, soy así”. Pues así es Lisboa.
Lisboa podría ser más bonita, en un sentido más de postal. Podría peatonalizar más calles o adecentar sus aceras. Podría pintar sus fachadas. Podría gastar cortinas, instalar ascensores, mejorar su transporte público. Pero no lo hace. Porque todas esas cosas ya las hacen otras ciudades más necesitadas de belleza homogénea. Y porque supone un esfuerzo que no está dispuesta a hacer. Es guapa de verdad pero no se diluye entre esa otra masa de ciudades igualmente bellas que sí que se visten de manera favorecedora, y que parpadean dos veces cuando quieren que sepas que les interesa lo que les cuentas. Lisboa nunca lo haría. No está en su naturaleza. Ella simplemente te enseña sus cuestas y te promete un mirador al final de ellas.
Y a veces, no cumple la promesa.
Y a veces, no cumple la promesa.